El compositor más conocido de Broadway y West End lanza el recopilatorio definitivo de su carrera, con las versiones más conocidas -además de otras nuevas- de sus mayores éxitos. Guillermo Názara nos cuenta su visión sobre el albúm que recoge el más de cinco décadas de inagotable trabajo, en las que Lloyd Webber se ha posicionado como el Rey Midas de lo musicales.
Le pese a quien le pese, Andrew Lloyd Webber es seguramente la mayor marca de teatro musical de toda la Historia. Un nombre que durante años ha arrastrado legiones de espectadores a la salas. Un visionario que, aunque algunos lo critiquen por comercial (si es que a eso se le puede llamar crítica), ha marcado un antes y un después en este género. Y un talento que ha logrado, más que ningún otro, que los grandes temas que figuran en sus obras hayan trascendido el patio de butacas para convertirse en hits que hasta el ser más anticultural conoce.
Una trayectoria así, digna de un prolongado aplauso, merece un reconocimiento a su medida. Y no han sido pocos los intentos por recopilar los highlights de su prolífica carrera, aunque la mayoría han resultado, cuanto menos, decepcionantes. Todavía recuerdo el primero que cayó en mis manos, cuando no era más que un crío recién aterrizado en la adolescencia, que si bien me permitió descubrir la asombrosa versatilidad de este autor, solo las dos primeras pistas podían considerarse un trabajo de calidad -el resto, y estoy hablando de tres CDs, eran versiones cuyo acompañamiento podía hacer en mi casa con solo pulsar una tecla-.
Después de varios encontronazos similares, en los que las máquinas tenían más protagonismo que los artistas, ha llegado a mi vida un pequeño álbum de unas 70 canciones, que me he dispuesto a escuchar con ilusión, aunque sabiendo que, tarde o temprano, me daría de bruces con alguna versión. ¡Sorpresa, sorpresa! No ha sido el caso. Y después de recomponerme la mandíbula, explico a continuación por qué.
Unmasked: The Platinum Collection es el mejor casting que me he encontrado en bastante tiempo -y de eso, tengo algo de experiencia-. Con la misma energía que una buena producción nada más empezar, la grabación eriza el vello con sus primeros acordes -en este caso, de Superstar, aunque no sea de mis favoritos- y transmite la misma excitación que cuando experimentas por primera vez un musical de gran formato. Por casualidad o por minuciosa intención -y me aventuro a decir que, tratándose de Lloyd Webber, lo segundo es más probable-, el disco avanza con ritmo inagotable, en el que no decaen ni emociones ni intensidad, y cuya electricidad -a veces literal- se transmite con rabiosa rapidez (confieso haber improvisado en mi salón una ‘suntuosa’ coreografía mientras escuchaba Light At The End of the Tunnel, no me juzguéis con demasiada crueldad).
Pero pasemos de una vez a lo que la mayoría espera, y es saber qué tal lo ha hecho Lana del Rey al seguir los pasos de Madonna y ponerse en la piel de ‘Santa Evita’. Mi escepticismo era el mismo que el de muchos, y más tras haber gritado a los cuatro vientos lo poco que me había gustado su versión de La Bella Durmiente; que la película tratara sobre Maléfica, no es excusa, pero ese tema requeriría unos cuantos párrafos de los cuales no dispongo. En esta ocasión, sin embargo, la grabación resulta convincente -con una reverberación excesiva, sí, pero también una correcta interpretación-. Y es que su melancólica voz me ha permitido reencontrarme con ese personaje débil y recluso, que no tiene por qué ser precisamente la líder argentina, pero que comparte la misma decadencia y fragilidad. Si algo he aprendido de Cameron Mackintosh (de las entrevistas, no le conozco, ¡ojalá!), es que una buena interpretación, al igual que un buen musical, es la que pinta imágenes en tu mente sin necesidad de apoyo visual. Queda todo dicho.
La última novedad del álbum, además de las nuevas versiones de algunos de sus temas -todas muy destacables-, son las adaptaciones sinfónicas. He de admitir que si el cuarto CD comienza con una suite titulada Phantom Phantasy, mi opinión pierde su relativa objetividad. Es cierto que habría preferido una pieza uniforme en lugar de la obertura y el entreacto -con la sección de la caída de la lámpara al final- unidos digitalmente, pero eso no ha sido obstáculo para que me haya gustado, o incluso encantado. El componente perfecto con el que terminar una gran obra, que al igual que la música que acompaña a los saludos finales en una representación, genera el mismo hormigueo y euforia con la que -al menos yo, que soy muy mío- salgo de un teatro tras presenciar un trabajo que, por alguna razón u otra, se ha convertido en un atesorado recuerdo.
En una carrera de más de cincuenta años, es imposible triunfar constantemente. Pero lo admirable de Lloyd Webber no son sus récords, sino su incansable creatividad y su inagotable esfuerzo por aumentar su producción. Tras haber remontado con School of Rock y conservar un legado que, como demuestra esta colección, mantiene una frescura difícil de equiparar, mi veredicto está muy claro: el rey todavía no ha sido destronado.
Por Guillermo Názara